Habíamos salido poco después del mediodía de la pequeña estación de Mesina y quedaban por delante algo más de tres horas de viaje. Si se tiene en cuenta que la distancia entre las dos ciudades es de poco más de ciento sesenta kilómetros, comprenderá el lector qué clase de tren ocupábamos. Pero trasladarse de un sitio a otro, sin prisas por llegar, es uno de los grandes placeres de cualquier viajero que se precie de tal. Decía Lawrence Durrell, en su Carrusel siciliano, que vamos al extranjero «para conocer caras nuevas en sitios desconocidos». Y un convoy siciliano es un buen medio de practicar esa afición.
[...]
Corrían los vagones del anciano cacharro, de nuevo renqueantes, y el cielo se mostraba claro y limpio. Pronto distinguí a mi derecha la mole del volcán Etna, alzado broncamente sobre la llanura como un gigantesco cono y con la cabeza cubierta por una suerte de turbante neblinoso. «Ruge el Etna con terroríficas ruinas —versificaba Virgilio en La Eneida— y lanza a intervalos hacia lo alto una nube negruzca, de la que salen humaredas de betún, y cenizas candentes, y sus torbellinos de llamas van a lamer los astros; otras
veces arranca y vomita rocas de las entrañas de la montaña y acumula en los aires las rocas derretidas con fragor y está en ebullición en sus abismos.»
Nos aproximábamos a nuestro destino. A tramos, marchábamos arrimados a la costa. Limoneros, cañaverales, huertos ocasionales donde maduraban los tomates, frutales de membrillos y peras, cipreses en los pequeños cementerios, gaviotas dormidas en las playas encogidas sobre sí mismas, como pelotas blancas de algodón tiradas al azar.
A las 18.45 entrábamos en Siracusa, cuando el sol ya se ponía a su espalda y una luz de plata bañaba el cielo, sobre un mar que, poco a poco, iba tomando el homérico color del vino.
Fuente: "Suite italiana" de Javier Reverte
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